SEMANA SANTA EN EL SEGUNDO VATICANO
Como es fácil colegir, eran otros
tiempos y no por lejanos, mejores. En aquella pedanía murciana, motejada por su
entorno Segundo Vaticano por la habitual mojigatería de sus habitantes, los largos y
grises años de la posguerra se medían más por el tañido de las campanas de la
iglesia que por las estaciones. La Cuaresma y la Semana Santa constituían la
médula de la religiosidad: apenas cruzadas las frentes el Miércoles de Ceniza
entraba el pueblo en una especie de letargo, sólo alertado por las admoniciones
Pero eso ya era al final. Por en
medio, días de ayuno y abstinencia de comer carne -¿quién no ayunaba ni se
abstenía en las décadas de los 50 o los 60?- a no ser que se hubiera pagado
alguna bula que permitiera el pichón o el cordero en la mesa de los más adinerados.
Los viernes, patatas con bacalao o con acelgas, si el bacalao se mostraba
esquivo. Hasta que llegaba el Viernes de Dolores (todas las fiestas cuaresmales
se escribían en mayúscula) y aquello demandaba una cierta severidad en el
Segundo Vaticano, interrumpida brevemente por el Domingo de Ramos, en el que
las palmas blancas, inmaculadas, de las palmeras desmochadas procesionaban a
ambos lados del cura para después quedar colgadas horizontalmente en balcones y
ventanas hasta que se caían de secas.
Unción y austeridad el Lunes Santo, el
Martes y el Miércoles. Las estaciones del Vía Crucis subrayaban las tres caídas
de Jesús. La cera de las velas y el incensario esparcían sus fragancias, y el
escenario se iba tornando sombrío conforme se acercaba la hora de la muerte del
Señor, que entonces ocurría el Jueves Santo.
Las emisoras de radio se abstenían de
discos dedicados, las campanas enmudecían, cantar era pecado en aquella pedanía
llamada Segundo Vaticano, las imágenes de la iglesia se cubrían con lienzos
morados y solamente un “monumento” permanecía abierto al culto, con su custodia
sagrada y los “mayos”, platos repletos
de germen de trigo cultivados en la oscuridad para lograr un blanco también
inmaculado.
En la iglesia, las largas colas de
hombres con los cuellos de sus camisas blancas abotonados y las gorras y las
boinas girando con nerviosismo en sus manos contrastaban con el aparente recogimiento
de las mujeres tocadas con velos y arrodilladas ante el altar. En la procesión
del Silencio y pese a la menguada población se sacaban tres pasos: del
Nazareno, la Dolorosa y el Sepulcro.
En fin que en aquella pedanía
murciana, Jesús resucitaba el Sábado de Gloria, momento en que se rompían con
estruendo en las calles las vasijas y los botijos ya deteriorados y guardados
para la ocasión.
Eran días intensos y venturosos, como
reflejaba la complacencia del cura párroco, el alegre doblar de las tres
campanas y la sospecha de que la vida, con la primavera y el abandono de la
lóbrega cuarentena, sorprendería al doblar la esquina en aquel santo y
encadenado Segundo Vaticano.
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